«Los dioses habían condenado a Sísifo a subir sin cesar una roca hasta la cima de una montaña, desde donde la piedra volvería a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza».
Albert Camus resume de esta manera el mito de Sísifo pero, como en toda historia, lo sensible está en los detalles, en la intimidad y en las sensaciones que la narración produce. Por eso, llamaré a un testigo: Homero, quien a través de la Odisea detalla cómo Ulises desciende al Hades y observa de primera mano el castigo impuesto a su presunto padre:
«Entonces presencié la tortura de Sísifo, mientras luchaba con una enorme roca con ambas manos. Apoyándose y empujando con las manos y los pies, empujaba la roca cuesta arriba hasta la cima. Pero cada vez que estaba a punto de hacerla caer sobre la cima, su peso la hacía retroceder, y una vez más la roca rodaba hacia la llanura. Así que una vez más tuvo que luchar con la cosa y empujarla hacia arriba, mientras el sudor brotaba de sus miembros y el polvo se elevaba por encima de su cabeza».
¿Qué pudo haber hecho alguien para merecer una penitencia de esta magnitud? Convertirse en abogado litigante, por supuesto. El proceso judicial representa la piedra, mientras que los litigantes somos Sísifo haciendo lo posible para lograr que la piedra llegue a la cima; pero, al casi alcanzar este punto, sobreviene una fuerza todopoderosa —encarnada en el juez— que nos hace volver al principio. Comprendo lo que es ser Sísifo y ver caer la piedra una y otra vez, ¡vaya frustración!
Pero volvamos a la importancia de conocer los detalles, la intimidad y las sensaciones, propensión que algunos llaman ser chismoso. Y sí, lo admito: soy chismoso, es lo mejor de ser abogado, así que, sí, les contaré de minucias, privacidad e impresiones subjetivas.
Ocurrió que inicié un proceso judicial de disminución de cuota alimentaria ante un juzgado de familia de Cartagena. Se trata de un proceso verbal sumario, de modo que imaginé que el trámite sería rápido y no duraría más de un año. El primer problema apareció con la admisión de la demanda, que se dio tres meses después de haberse presentado y, aunque esto me resulta muy grave, en Cartagena parece normalizado. ¿Y qué decir del esfuerzo?, más que el logro de tal admisión implicó sacar fuerzas hercúleas cada día para empujar la piedra hacia arriba. Durante esos tres meses, visité el juzgado 12 veces, sin embargo, un día ocurrió el milagro y la demanda fue admitida.
Todo un espejismo. Poco duró la alegría por haber encestado la piedra en la cima, o más bien, por casi. La contraparte venía haciendo seguimiento al proceso y, al momento de ser admitida la demanda, presentó recurso de reposición contra el auto admisorio; esto, conforme al artículo 391 del Código General del Proceso (CGP), que señala que los hechos que configuren excepciones previas deben plantearse mediante este recurso en los procesos verbales sumarios. Pero los argumentos presentados no se ajustaban a ninguna de las causales de excepciones previas del artículo 100 del CGP, por lo que ingenuamente creí que el trámite sería expedito.
Contrario a ello, la piedra volvió al origen y, tal como Sísifo, me vi empujando cuesta arriba nuevamente. Más adelante, tras asistir muchas veces a la sede del juzgado, se dio el traslado del recurso de reposición para que me pronunciara, según lo ordena el artículo 319 del CGP, pero antes transcurrieron ocho semanas más. Siete meses después, se resolvió mantener en firme el auto admisorio de la demanda.
Y, bien, prometí dar detalles, intimidad y sensaciones, así que no emplearé una elipsis. ¡Durante esos siete meses pasó de todo! Presenté 18 memoriales solicitando el impulso del proceso y las visitas al juzgado se hicieron tan frecuentes que perdí la cuenta. Radiqué una acción de tutela por mora judicial e, incluso, recurrí a la desesperada medida de solicitar vigilancia ante el Consejo Superior de la Judicatura; esto último fue lo único que ocasionó la resolución del recurso de reposición. ¡Por fin la piedra tocaba la cima! O aquello era lo que celebraba audazmente mi Sísifo interior.
El proceso continuó su trámite aún por cuatro meses más, hasta que llegó el día del esperado auto que fijó fecha de audiencia. En los procesos verbales sumarios, las audiencias de los artículos 372 y 373 del CGP se tramitan de forma concentrada y esto exige que la preparación del abogado sea meticulosa, no se puede escapar pormenor alguno. Fue así como estudié todo el expediente, ambienté para mi cliente la audiencia y diseñé las posibles preguntas a la contraparte y testigos, así como los alegatos de conclusión. Todo estaba listo.
Vislumbraba ya el último tramo de la montaña, cuando sucedió que, el día de la audiencia, la piedra volvió a rodar abajo con toda la fuerza de su gravedad: la jueza ordenó la vinculación de un defensor de familia y decretó varias pruebas de oficio.
Me declaro a favor de las actuaciones oficiosas de los jueces, son necesarias, sobre todo en los procesos de familia; pero, en este caso, mis reparos se centraron en que antes de la audiencia hubo muchas oportunidades para proceder de esta forma. Me acosaba la inquietud, ¿por qué esperó hasta la audiencia para hacer uso de los poderes oficiosos? Y así lo manifesté en mi intervención, sin obtener respuesta clara.
Según la mitología griega, el motivo que llevó al castigo de Sísifo fue que este logró engañar a la muerte en dos ocasiones, evadiendo así el orden natural de las cosas en el mundo. Su condena sería, pues, eterna: al alcanzar la cúspide del monte, la piedra siempre regresaría al valle.
Volviendo a mi proceso judicial, aún estoy tratando de llevar la piedra a la cima, algún día contaré si lo logré.